(Epílogo de Los árboles sin bosque)
Jorge Rodríguez Padrón
Escribo desde Madrid. Pero puedo estar en Barcelona –en cualquier época del año– y puedo encontrarme con Federico y con Héctor: lo hacemos a menudo en el patio mediterráneo del Ateneo, en la atmósfera cargada y ruidosa de Laie o, tal vez, en algún café medio solitario en los altos de Gracia. Hablamos. Y la conversación se extiende hasta bien caída la tarde, bochornosa de verano o fría, que cala los huesos, en los amenes de diciembre. Derivamos por mil afluentes, pero volvemos –una y otra vez– a nuestras incertidumbres ante los tiempos que nos ha tocado vivir: tiempo político, pero no de ideologías e intereses partidarios, tiempo sin ideas, que impone la mentira de lo conveniente. ¿Cómo detenernos en eso y en la estrategia de leguleyos que quiere darle amparo, justificar lo injustificable? Subrayo tiempo político porque pienso en la relación verdadera entre el individuo y el espacio público en donde halla y reconoce (se reconoce también) a esos otros que son sus iguales pero, a la vez, sus diferentes. Ahí está en juego, ahora más que nunca (en juego y en riesgo), la libertad de la palabra. No la libertad de expresión, que ha terminado en un mero slogan tan correcto como vacío de sentido. ¿Nos redimirá, Héctor; se podrá, Federico, con la sola convicción de la conciencia? ¿Dónde la verdad, qué espacio le queda a la palabra poética (tampoco hablo de poesía) que podría redimirnos? Se desencadenan entonces los vientos de resistencia.
Luego, seguimos. Para acabar siempre en su “pequeño y fértil país al sur del sur”. Tanto, que creo haberlo conocido ya, sin siquiera haber viajado hasta allí. Más pequeño aún, y fragmentado, mi archipiélago atlántico, a medio camino y desde donde los míos fueron hasta Montevideo: hace décadas, trato de adivinar, sin conseguirlo, qué rostros, qué sombras de ellos perduran. Y se me enreda la memoria, mientras Héctor y Federico siguen en la conversación: voy hasta ese sur del sur, tras las imágenes desteñidas que conservo: ¿quiénes son esas personas de las fotografías familiares, de quienes nadie en casa supo nunca darme exacta razón?
Regreso a la mesa en que hablamos, cuando ellos cuentan algo de los lugares y la vida literaria montevideana. Despiertan mi curiosidad nombres que les he oído repetir y que pronuncian con énfasis rioplatense; obras que me recomiendan entusiastas. Nombres y obras que luego, camino a casa, repito mentalmente, mientras en el autobús sigue la cantinela del número de línea, de las calles y plazas por las que circulamos.
A veces leo lo que me acercan, o lo que consiguen que buenos amigos de allá me hagan llegar. Sus palabras (digo las de aquellos escritores), casi siempre una confesión. Héctor y Federico apostillan: un decir en soledad y una conciencia alerta y firme, los ingredientes del tono inconfundible de aquellas voces concurrentes.
Empiezo a comprender por qué árboles: presencias, también hondura interior y expansión aérea, aireada: profundidad y elevación en un juego espejeante, dúplica que viene a ser la perplejidad del solo. Lo encontrado, en uno u otro sentido, vacío y silencio. En ellos la palabra –tan poco convencida de sí– sale, como afirma Tatiana Oroño, “a buscar sola la verdad, desentendida de caravanas y rutas”. Estos escritores están siempre, de una manera o de otra, en nuestras conversaciones de Barcelona: muchas veces les hacemos sitio en la mesa, y permitimos que nos digan algo y eviten así que nos ofusquemos con nuestras obsesiones. Nada extraño, pues, que hoy estén aquí, juntos, para darnos su palabra. Y nosotros con ellos. Pero uno, que es de otra edad, de otro tiempo, no acaba de entender. Pasamos desilusiones, fuimos víctimas de engaños, y tardamos mucho en darnos cuenta de que así era, aunque nunca nos fiáramos del todo. Y eso nos hace ser malos lectores; malos, en particular, para nosotros mismos: nos perdemos y sólo leemos, de todo lo que hoy leemos, la mitad de la mitad. Nos resistimos, exigentes en demasía (tal vez pecamos de injustos) y marcados por tantas reticencias. Hablo de mí, claro. Porque siento que estoy... “de vuelta de todas las exigencias, de todas las traiciones” –me ayuda Federico al verme titubear, que no encontraba el cómo ni las palabras precisas. Pues eso: para mí, que en cierto sentido he perdido el sitio y soy con muchísima dificultad.
Así concibo el bosque. Pero, ¿y los árboles? –pregunta entonces Héctor, alguna de aquellas tardes, como quien no quiere la cosa. Me obliga a repreguntar: ¿por qué tengo la impresión, querido Héctor, de que hoy se malgastan las palabras, se dilapidan a manos llenas, para no llegar a nada? He afirmado muchas veces que la escritura literaria, en estas última décadas, se apresura a servir disciplinadamente a un decir general del todo ajeno a la reflexión sobre el lenguaje; y lo que me parece peor, voluntariamente ajeno a la memoria (cosa de lenguaje y de su concurrencia babélica, cosa de pensamiento y de su carga de sentido) y sólo dado a la suma de recuerdos más o menos entrañables, para consumo nostálgico y poco más. Se escribe sin que haya detrás un pensar.
Por eso creo que el asunto está –por ejemplo– en esas “grietas homicidas” que Héctor mismo explora con Paul Celan, a la espera de escuchar a través de ellas, de alcanzar qué voz. No sé si nuestros amigos aceptan que las cosas sean como digo; yo quiero entender qué me dicen de su condición, de su precaria identidad (“Débil entre tierras de tinieblas” –consigna Álvaro Miranda, a quien leo desde hace años). Me esfuerzo en comprender por qué el lenguaje, de ser organismo que sufre idéntico sobresalto (y no hay más que ir a Onetti), se reduce a instrumento, útil de escritura que vela la voz e impide decir la diferencia.
Mariella Nigro tercia entonces, y no tiene que forzar las cosas ni las palabras: “Nada queda en su sitio –dirá, tras una pausa– sino la hondura de la boca”. Silvia Guerra, que había permanecido en silencio, parece completar la frase, prolongar poéticamente la misma experiencia: “Beber hacia el desierto como un canto como un sonido largo”. Este sonido largo, por sí solo, abre y señala el camino. Arreglar bien la escritura es sólo práctica de amanuense, no tarea de escritor. Y quizá sea esa razón (esta dificultad) la que deja al poema en inferioridad con respecto al relato; éste, con toda su naturalidad, muestra una mayor contundencia poética, porque salta al abismo sugeridor de la demasía; aquél, sin embargo, busca acomodo en una palabra asertiva, en juegos de ingenio, sin asumir riesgos.
Ni Mariella ni Silvia emitían juicio alguno; se manifestaban, en el más amplio sentido del término; y yo creo que sin la menor reserva. A ese riesgo que vengo diciendo me parece que apuntaban. Voz la suya, y no escritura que es la preocupación de los poetas, siempre más celosos, guardadores de lo que creen pueden perder; como si el oficio de la palabra se redujera a una competición de prestigios; por entenderlo así, se ha ido vulgarizando hasta el punto de decir nada. Lo he observado, y lo he escrito con pormenor: en la poesía hispanoamericana toda, desde su mismísima fundación histórica, la mujer protagoniza las articulaciones o rupturas decisivas; su voz, una forma de atrevimiento. Entonces se forma un pequeño revuelo que altera la conversación; hay un instante de confusión y oigo a Luis Bravo que “habla de llenar el vacío”. Tiene razón. Pero el caso es cómo. Convencidos estamos que la irracionalidad no es un recurso para uso y disfrute del artista, del escritor, sino el gran hallazgo de la modernidad para manifestar la pura incoherencia que es –siempre, en todo lugar– la vida (“Debo detenerme. La imagen se deshace. Su deseo me aprieta. Que desaparezca” –me pasa, en una breve nota, Alicia Migdal). Pensar, en consecuencia, el sustento primero de una escritura literaria que quiera serlo de verdad (ello es, que diga verdad) en un mundo en donde el individuo, desubicado, pide sitio donde hacer habitación, fuera siempre del espacio convencional que la historia le impone.
El delicadísimo territorio del exilio, por fuerza, ha de abrirse y venir a ser condición imprescindible para toda escritura. No hablo de nuestro tiempo, tan pródigo en desarraigos dolorosos, porque ¿qué otra cosa hace Dante, por ejemplo, en el quicio –aparentemente tan lejano– del mundo moderno?
La escritura poética está (y es lo único que vencerá ese decir general ya referido) para reconocer la soledad del individuo en este tiempo de penuria, digo de penuria espiritual y moral; para entrar en la memoria de la que forma parte y sin la cual nunca podrá ser de verdad libre.
Lo recordaba Ida Vitale: se debe mantener el compromiso con el “cantar de a uno”, que incomoda al poder e inquieta a quienes llevan la manija de todo. Y la poeta concluye: fomentan el coro o la murga porque “justifica[n] la libertad de desafinar vulgaridades, oculto entre los otros”.